viernes

Aprieta!


Estaba desorientado. Luego de transcurridas dos horas de la llamada de ella, no había hecho otra cosa que dar vueltas por la habitación tratando de idear un discurso coherente. Se preguntaba a qué tendría que apelar esta vez. ¿De qué mieles y jugos y licores varios nutriría su apología? Desde el equipo de música llegaba la voz del martirio, con esas coplas de amor y abandono: y él, que sabía del primero, pero no quería conocer el segundo, revolvía sus ideas tratando de dar con la disertación apropiada. El único problema era que justamente sus discursos prolongados eran una de las causas fundamentales de los cientos de transformaciones que sufría el rostro de ella cada vez que (según él, sin quererlo) proponía una separación amistosa.

Por esta ocasión tendría que comportarse diversamente. Tendría que acudir a la practicidad, nunca antes intentado. Tratar de alcanzar el punto justo, sin divagar, solo las palabras necesarias que aportaran a la comprensión del asunto, sin discusiones extras.

En este sentido debía reconocer que ella era verdaderamente admirable, conformaba sus argumentos con oraciones cortas, concisas y luego con eso de “al pan: pan, y al vino: vino” cerraba toda tentativa de comentarios posteriores. El único problema era que ese modo de ser se convertía en una de las causas fundamentales de las cientos de transformaciones que sufría en el rostro de él cada vez qué (según ella, sin quererlo) rebatía la propuesta.
  
Faltaba una hora para la cita y ya le parecía estarla escuchando: “Debemos terminar”. Así, sin más explicaciones, hablaría ella. Luego, como de costumbre, se recargaría en el respaldo de su asiento y encendería un cigarro. Él, amante de la lógica, preguntaría por qué y ella, suspirando sin mirarlo, agregaría: “Porque ya no te soporto”. Sencillamente así podría terminar la escena, solo que él, enemigo del silencio y de la incomunicación, se vería obligado a encontrar explicaciones a este hecho tan falto de argumentos. Entones comenzaría desde el principio: de cuando se conocieron, las experiencias pasadas, la necesidad del ser humano de compañía, todo lo que ella en apariencia pretendía olvidar. De esta forma estaría hablando hasta que alguien anunciara el cierre del bar. Luego se irían agarrados de la mano, conversando animadamente –él- y fijarían la cita del día siguiente. Un beso y hasta mañana. No se hablaba más de asunto hasta que ella volviera a recordarlo.
  
Siempre igual, solo que esta vez al teléfono ella había sido un poco más locuaz: “Tenemos que vernos”, dijo “pero te concedo solo tres oraciones, hoy, la que va a hablar soy yo”. El encuentro sería dentro de aproximadamente una hora y él ya llevaba dos pensando cómo reducir su discurso a tres oraciones. ¿Cómo evitar la ruptura en tan poco espacio de tiempo? Quizá bastaría mirarla y suspirar, pero le resultaba poco. El amor necesita monumentos, pensaba él. Requiere vocablos que se levanten en espirales hacia el cielo, o catacumbas que se extiendan bajo nuestros pasos. Es demasiado grande para dejarlo andar. Ella tenía su amor, ¿acaso no le bastaba? Varios años de frecuentarse, amigos comunes, cines en las noches; todo un sistema tan bien estructurado no podía ser destruido por semejante terquedad. Además, ¿en quién volcaría todo su universo de palabras? Los discursos que ella recibía desde la boca de él, siempre tan elocuente, tan carente de pausas. Al final siempre lograba convencerla, y si lo conseguía, era porque indudablemente no valía la pena lo contrario. Ella no tenía razones. Quedaba siempre sin palabras, muda en la avalancha. Víctima de un estado hipnótico  producido, sin dudas, por el deslumbramiento. Y era su rostro (el rostro de ella) lo que provocaba en él el respiro, luego del punto final. La enorme complacencia de saber que el silencio otorgaba las verdades.

Sin embargo, esta vez ella había sido más explícita. Él podría incluso, en una gran demostración de suspicacia, entregarse en un torrente barroco de palabras, sin signos de puntuación: la oración que tiende al infinito. Esto resultaría original y quizá funcionaría como estrategia. Pero ella, tan lacónica, quería tres oraciones. Nada más.

Cuando miró el reloj, era ya pasada la hora del encuentro. Tragó en seco y se acomodó en el asiento. Había escogido una mesa apartada de la barra. Ella llegaría de un momento a otro y aún no sabía que decir. Lo único que tenía seguro era que tenía que hablar primero. Aunque fueran pocas palabras, tendrían que ser suyas las primeras, porque de eso dependían el desarrollo de las reflexiones posteriores.
-¡Hola!- dijo la muchacha colocando la bolsa encima de la mesa para luego sentarse con una sonrisa dibujada en los labios.
-¡Hola!- respondió él sintiendo que el corazón comenzaba a batirle. (Primera oración. Oración perdida –pensó-)
-¿Hace mucho que esperas?
Él negó con la cabeza haciéndole una señal al camarero para que sirviera dos cafés. Ella se recargo en la mesa apoyando los codos e inclinando el cuerpo hacia él.
-¡Qué cara tienes hombre! ¿No te habrás molestado porque llegué con unos minutos de retraso? Es que tuve que hacer unas compras antes de venir. Tú vives a pocas calles de aquí, pero yo vengo del otro lado de la ciudad y hoy hay un tráfico terrible. La gente está como loca en la calle.
-No importa- contestó él arrepintiéndose en el momento por pronunciar palabras vagas. Era la segunda oración y por lo tanto solo le quedaba una.
El camarero sirvió los cafés. Él colocó el azúcar en las tazas y ambos se entregaron al movimiento de las cucharitas que giraban dentro del líquido. Repentinamente él se detuvo y agarro la mano de ella que alzó la vista sorprendida.

-Yo te imploro, arráncame el corazón o ámame.

Tercera oración y final del discurso. Su mirada –la de él- quedó clavada en las pupilas de ella. El café continuó girando lentamente dentro de las tazas, víctima de la inercia y el desinterés de los dos, que se miraban sin palabras. Ella tragó en seco, apartó su mano dulcemente y fue inclinando el cuerpo hacia adelante. Su mano antecedía el movimiento paulatino de todo el conjunto: mano, brazo, cuerpo; como si la dilación fuera la justificación del acto. Como si toda acción fuera consecuencia de la inercia sufrida segundos antes por el café. Una concatenación de hechos irrevocables.

Cuando la mano tocó el pecho de él, sintió el calor que desprendía su cuerpo, como una suave bienvenida. Una indulgente invitación a penetrarlo. Ella clavó sus dedos dispuestos en círculo y se fue hundiendo sin apenas notarlo. La carne fue tragándose las falanges y parecía como si fuera el pecho quién violentamente devorara su mano. Esa mano de mujer que se perdía rompiendo el tórax, hasta llegar al músculo deseado. El corazón estaba allí, en su habitual empeño de recoger sangre e impulsarla. La mano lo bordeó sin querer, en principio, tocarlo, solo sentir las vibraciones y vaivenes. Imaginar válvulas y ventrículos, aurículas y arterías, segundos antes de ser desprendidos de su origen. Bien valía la pena cerrar los ojos y dejarse andar en el goce del tacto, pero la mano, incapaz de detenerse, fue cerrando el círculo hasta percibir que su piel se humedecía y comenzaba a bombear al compás del músculo danzante. En ese momento, algo parecido a un temblor recorrió el brazo, pero este ya comenzaba su recorrido a la inversa. El corazón aferrado a los dedos y el pecho despedía a la mano intrusa que escapaba. Todo muy lentamente. Hay tardanzas que bien merecen un poema.

Cuando los ojos de ella pudieron ver su mano, no supo definir si era sorpresa o alegría. El corazón de él estaba allí, aun latiendo. De la masa muscular se desprendían líquidos que corrían, mano abajo, hasta caer hechos gotas en el piso. Ella no supo qué decir. Era demasiado hermoso, demasiado inusual. Le dedicó su mirada por varios minutos esperando que en algún instante dejara de latir; pero el corazón seguía inmutable. Como si su ordinario afán de bombear no necesitara más qué del propio concepto. Tu deber es latir: ¡entonces late! Y él continuaba sus rítmicas contracciones y dilataciones al vacío.

Ella comenzó a inquietarse. Había, sin dudas, que hacer algo. Arrancar un corazón no se justifica con el mero hecho de la observación. En la simbología de los enamorados, los sentimientos se esconden dentro de este pedazo de carne. Si pudiera determinar –pensaba ella- si fuera capaz de descubrir dónde estaban las pasiones, bastaría con arrancarlas. Cortar las arterias que conducían  a la expansión de tanto afecto. Detener la contaminación del resto del organismo, hacerlo olvidar que alguna vez latió por ella. Su rostro se acercó a la mano y comenzó una minuciosa práctica de olfateo. Con los ojos cerrados, la nariz recorría todos los espacios para tratar de reconocer su propio perfume o algún aroma conocido. El corazón olía a humedad y cosas vivas. Nada revelador. Luego paso al oído. La oreja se movía lenta y a su paso sentía un ritmo pianissimo. Como de reloj oculto bajo la almohada. Basta hacer silencio para escuchar, tic-tac, o bom- bum. Continúa latiendo para anunciar que vive.
Pensó ella, que vista su incapacidad no valía la pena mutilar al azar a un corazón tan obstinado. Podría, en cambio, comérselo. Engullirlo todo  y hacerlo hacer en su organismo. Dejar que sus jugos gástricos se encargaran del proceso, que partieran los pedazos digeridos y cada uno tomara rumbo propio. Con esto claro corría el riesgo de absorber tóxicos. Si tenía mala suerte los fragmentos del amor de él, hechos sustancias, podrían comenzar a circular en sus venas. Y en una de esas hasta le podría sobrevenir un ataque de narcisismo. Se imaginó caminando por la calle y que, de repente, sin poder evitarlo, le entraran ganas de besarse y así sin más en medio de esta acariciarse desenfrenadamente. Una escena sin dudas alarmante. Permitir que el corazón de él se esparciera en su interior no la liberaba del problema, sino que conducía a otro probablemente peor.
El músculo continuaba bombeando cada vez más acomodado dentro de su mano. Como si siempre hubiera sido este su recinto. Entonces fue que pensó en tirarlo a la basura. Saldría caminando del bar con naturalidad simulando quién camina comiendo algo y de repente pierde el apetito. Solo se trataba de alzar la vista y localizar el cesto más cercano. Esa sería una buena manera de librarse del problema. Solo que sospechaba y, con buenas razones, que el problema seguiría latiendo  y contagiando con sus contracciones a todos los desperdicios a su alrededor. Imaginémonos que en una de esas ya avanzada la noche, vinieran vagabundos que hurgaran buscando algo que comer. Cuál no sería su sorpresa al encontrar un buen pedazo de carne. Claro que a esa hora de la noche no se podría adivinar de qué parte animal provenía el hallazgo. De pronto imagino a un grupo de indigentes dándose un festín con el. Filete de corazón, o corazón en salsa verde. El amor de él se multiplicaría. Contagiaría a gente desconocida por ella, y quién sabe si en la calle comenzaran a perseguirla. Hombres y mujeres declarándole su pasión, su necesidad de hablarle. Esperándola ocultos tras los árboles para a su paso regalarle flores y miradas lánguidas. Organizando clubes de admiradores. Una situación insostenible. El amor a veces puede convertirse en un hastió.

Era extraño, pero aún seguía siendo bello: un corazón en la mano. Un género viviente, casi inofensivo y ofensivo a la vez. Ella alzó el brazo inclinando un poco la mano hacia arriba, formando un canal, un pasaje descendiente por donde podría deslizarse hasta reventar contra el piso. Era demasiado hermoso. El corazón aferrado a su mano latía sin cesar, sin  pausas intermedias, sin importarle nada. O importándole todo. Quizá el hecho de latir acompasadamente no era más que un signo de desesperanza. Un intento suicida de ganarse el derecho a seguir latiendo. La única cosa que sabe hacer un pobre corazón es contraerse y dilatarse y este lo sabía hacer perfectamente. Tal vez tirándolo a los perros dejaría de moverse. Los perros de la calle que andan oliendo los rincones y metiendo la nariz en todas partes. Podrían comérselo de un tirón, casi sin masticarlo y luego lamerían el piso para no dejar huellas. Era una opción posible. ¿Cómo reaccionaría un corazón enamorado dentro del vientre de un perro? Otro problema de contaminación, naturalmente. Si había algo que ella no soportaba era que un perro le lamiera el rostro. Y si era de esos que le aúllan a la luna, en cada luna llena estaría obligada a comprarse tapones para los oídos. El perro dicen que es el mejor amigo del hombre. El más servil –pensaba ella- y si, para colmo, estaba enamorado, no se libraría de la salivación constante y el movimiento dela cola. Además, con el olfato que tienen los animales, no podría esconderse. De un hombre se puede escapar, pero de un perro, te sigue hasta el fin del mundo.

“Arráncame el corazón o ámame”. Su primera reacción había sido la más sensata, y el resultado estaba en su mano. Desde hacía mucho tiempo intentaba decirle que no lo amaba. Es más, casi llegó a detestarlo por sus peroratas interminables. Esa manía de colocar una palabra encima de la otra, y otra más, y así construir un castillo que luego terminaría por caerle a ella en la cabeza. Ella que, por no escucharlo más, aceptaba su  mano y dejaba pasar el tiempo. Pensando que quizá al otro día encontraría razones convincentes. Los motivos del desamor suelen ser más complicados. Uno dice: “de pronto dejé de amarte”, pero entonces vienen los “¿Por qué?” Y es justamente la evasión a esa pregunta la que antecede la omisión de la sentencia.

Tuvo ganas de levantarse, tirar el corazón al piso y saltarle encima. Aplastarlo con el peso de su cuerpo. Ver cómo los latidos iban cesando mientras sus tacones arrancaban los pedazos. Y luego, si entraba la policía, no dejarse agarrar. Saltar más fuerte, esquivar las manos de otros, no permitir interrupciones en la tarea de asesinar a un corazón tan terco.
Pero el era casi tierno. Era pequeño y frágil y entonces sintió que su corazón –el de ella- se achicaba conmovido. Experimento el encogimiento de su músculo. La languidez de sus palpitaciones y un inoportuno malestar. El corazón de él latía siempre con más fuerza, no era capaz de entender cómo era posible tanta determinación. Ella acercó su boca y lo besó. Contempló por última vez sus movimientos: se contrae, se dilata. Tarea fácil –se dijo haciendo un gesto de rechazo-. Difícil es latir de desamor.
Entonces su brazo empezó a moverse lentamente. Casi guiado por instinto fue acercándose al pecho abierto. Se introdujo en el agujero y volvió a sentir la humedad del interior. No tuvo necesidad de movimientos bruscos porque el músculo se deslizó precipitadamente. Como quien regresa a casa, abandono la mano sin muestras de cortesía y reanudó la fiesta del bombeo irrefrenable.

Había sido débil, una vez más perdió su oportunidad de ser libre, libre de la tiranía de un corazón enamorado. Ahora solo quedaba pronunciar las palabras de siempre y esperar a que él rebatiera como de costumbre. Que le hablara del amor y construyera todo un paraíso del que ella no sería capaz de escapar. Bastaba acomodarse, encender un cigarro y la mente volaría por medio de las palabras. Ella detestaría que el reloj continuara caminando mientras el otro hablaba sin cesar, pero no importaba. Su corazón se hacía pequeño. Se volvía incapaz de detener con sus latidos, los latidos de aquel, incesante y caprichoso.
Suspiró tolerante. Retiró la mano deprisa y limpió su humedad con el borde del mantel. Entonces bebió el café y suspirando de nuevo, colocó los codos encima de la mesa.

-¿No vas a decir nada más?
-Dijiste que hoy hablarías tú, yo ya consumí mis tres oraciones.
Ella sonrió amablemente.
-¡Qué exagerado eres hombre!, pero si así lo quieres, hablo yo. Quiero decirte que… Debemos terminar.
Él hizo un intento de suspiro que terminó en una mueca. Tomó la taza de café y bebió de un golpe, para volver a recargarse. Ella lo observaba inquieta.
-¿No vas a preguntar por qué? Tienes derecho a otra oración, ¿sabes?
-¿Por qué?
-Porque ya no te soporto.
Dijo esas palabras tomando un cigarro de la caja. Del otro lado no llegó respuesta alguna. Ella se recargó cómodamente y comenzó a tamborilear con los dedos encima de la mesa. Entonces él levantó la vista. La observó con cierta lentitud mientras los minutos pasaban sin palabras. Quiso definir en su rostro cada mínimo detalle, descubrir la huella de aquello que lo sedujo la primera vez que se vieron. Ella callaba y esto seguramente atrajo su atención. Entonces se preguntó si en realidad la amaba. Aún más importante, por qué la amaba. El reloj seguía contando y solo se escuchaba el tamborilear de los dedos en la mesa. Era aburrido. Era absolutamente tedioso estar en compañía de alguien así. Se sintió raro, mareado, como quien despierta de golpe de un sueño muy largo sin saberse aun despierto. Si al menos tuviera oportunidad de expresarse, la situación tomaría sentido, pero ella tan terca no quería palabras. Entonces descubrió, no sin cierto fastidio, que tendría que encontrar otra persona. Ella ya no le gustaba más. De hecho, comenzaba a detestarla por su frialdad y total indiferencia.
Cuando se levantó metiendo la mano en su bolsillo, ella no supo qué decir. Él sacó la cartera y colocó encima de la mesa el dinero del café. Entonces ella, agarrándolo del brazo, interrumpió lo que sería un gesto de despedida.
-¿De veras no tienes nada más qué decir?
-Si quieres hablar más tarde, llámame.
Contestó él apartando la mano que le impedía el paso. Ella no quiso darse la vuelta. Apoyó los codos y reposó sus mejillas encima de las manos. Sorprendida. Estupefacta. No vio cuando él atravesó la puerta caminando tranquilamente. Ella fijaba su mirada en las últimas gotas de café que quedaban en la taza. Y entonces no pudo ver a través de la ventana cómo él se detenía en medio de la acera, y con naturaleza de gestos, metía su mano derecha en la parte izquierda del pecho. Ella fijaba las gotas. Él palpó su corazón y lo extrajo con un brusco ademán. Sin sentir dolor alguno observó la rigidez del músculo. Espió el cese de sus latidos. Ella comenzó a sentir que otra vez su pecho se achicaba y un cierto bombear apresurado le invadía el cuerpo. El miró hacia los lados. ¿Para qué sirve un corazón sin sentimientos? Sin dudas, para nada. Se aproximó a la esquina y tiró en un rincón el músculo inservible. Entonces cruzó la calle silbando tranquilamente y, unas cuadras más allá, se perdió en la entrada del edificio.

Ella continúo mirando las gotas hasta que el camarero  vino a recoger las tazas. Se incorporó confundida. Después de la ruptura tocaba comenzar desde el inicio y eso era realmente trabajoso. El camarero preguntó si deseaba algo más. Ella requería un teléfono. Salió del bar sintiendo su corazón pequeño y lleno de culpas. Su cuerpo, todo, se encogió de pena. Sus oídos precisaban amor, aunque fuera simplemente construido de palabras. En la esquina encontró el teléfono. Marcó el número y del otro lado él contestó. Ella suspiró pacientemente dispuesta a escuchar. Los minutos continuaban pasando sin prisa y mientras tanto, vio cómo se acercaba un perro callejero. Lo observó sentarse frente a ella, mostrándole su lengua. Jadeante y con un persistente movimiento de la cola, el perro la miraba. Insistentemente, la miraba.