Por esta ocasión tendría que comportarse diversamente.
Tendría que acudir a la practicidad, nunca antes intentado. Tratar de alcanzar
el punto justo, sin divagar, solo las palabras necesarias que aportaran a la
comprensión del asunto, sin discusiones extras.
En este sentido debía reconocer que ella era verdaderamente
admirable, conformaba sus argumentos con oraciones cortas, concisas y luego con
eso de “al pan: pan, y al vino: vino” cerraba toda tentativa de comentarios
posteriores. El único problema era que ese modo de ser se convertía en una de
las causas fundamentales de las cientos de transformaciones que sufría en el
rostro de él cada vez qué (según ella, sin quererlo) rebatía la propuesta.
Faltaba una hora para la cita y ya le parecía estarla
escuchando: “Debemos terminar”. Así, sin más explicaciones, hablaría ella.
Luego, como de costumbre, se recargaría en el respaldo de su asiento y
encendería un cigarro. Él, amante de la lógica, preguntaría por qué y ella,
suspirando sin mirarlo, agregaría: “Porque ya no te soporto”. Sencillamente así
podría terminar la escena, solo que él, enemigo del silencio y de la
incomunicación, se vería obligado a encontrar explicaciones a este hecho tan
falto de argumentos. Entones comenzaría desde el principio: de cuando se
conocieron, las experiencias pasadas, la necesidad del ser humano de compañía,
todo lo que ella en apariencia pretendía olvidar. De esta forma estaría
hablando hasta que alguien anunciara el cierre del bar. Luego se irían
agarrados de la mano, conversando animadamente –él- y fijarían la cita del día
siguiente. Un beso y hasta mañana. No se hablaba más de asunto hasta que ella
volviera a recordarlo.
Siempre igual, solo que esta vez al teléfono ella había sido
un poco más locuaz: “Tenemos que vernos”, dijo “pero te concedo solo tres
oraciones, hoy, la que va a hablar soy yo”. El encuentro sería dentro de
aproximadamente una hora y él ya llevaba dos pensando cómo reducir su discurso
a tres oraciones. ¿Cómo evitar la ruptura en tan poco espacio de tiempo? Quizá
bastaría mirarla y suspirar, pero le resultaba poco. El amor necesita
monumentos, pensaba él. Requiere vocablos que se levanten en espirales hacia el
cielo, o catacumbas que se extiendan bajo nuestros pasos. Es demasiado grande
para dejarlo andar. Ella tenía su amor, ¿acaso no le bastaba? Varios años de
frecuentarse, amigos comunes, cines en las noches; todo un sistema tan bien
estructurado no podía ser destruido por semejante terquedad. Además, ¿en quién
volcaría todo su universo de palabras? Los discursos que ella recibía desde la
boca de él, siempre tan elocuente, tan carente de pausas. Al final siempre
lograba convencerla, y si lo conseguía, era porque indudablemente no valía la
pena lo contrario. Ella no tenía razones. Quedaba siempre sin palabras, muda en
la avalancha. Víctima de un estado hipnótico
producido, sin dudas, por el deslumbramiento. Y era su rostro (el rostro
de ella) lo que provocaba en él el respiro, luego del punto final. La enorme
complacencia de saber que el silencio otorgaba las verdades.
Sin embargo, esta vez ella había sido más explícita. Él
podría incluso, en una gran demostración de suspicacia, entregarse en un
torrente barroco de palabras, sin signos de puntuación: la oración que tiende
al infinito. Esto resultaría original y quizá funcionaría como estrategia. Pero
ella, tan lacónica, quería tres oraciones. Nada más.
Cuando miró el reloj, era ya pasada la hora del encuentro.
Tragó en seco y se acomodó en el asiento. Había escogido una mesa apartada de
la barra. Ella llegaría de un momento a otro y aún no sabía que decir. Lo único
que tenía seguro era que tenía que hablar primero. Aunque fueran pocas
palabras, tendrían que ser suyas las primeras, porque de eso dependían el
desarrollo de las reflexiones posteriores.
-¡Hola!- dijo la muchacha colocando la bolsa encima de la
mesa para luego sentarse con una sonrisa dibujada en los labios.
-¡Hola!- respondió él sintiendo que el corazón comenzaba a
batirle. (Primera oración. Oración perdida –pensó-)
-¿Hace mucho que esperas?
Él negó con la cabeza haciéndole una señal al camarero para
que sirviera dos cafés. Ella se recargo en la mesa apoyando los codos e
inclinando el cuerpo hacia él.
-¡Qué cara tienes hombre! ¿No te habrás molestado porque
llegué con unos minutos de retraso? Es que tuve que hacer unas compras antes de
venir. Tú vives a pocas calles de aquí, pero yo vengo del otro lado de la
ciudad y hoy hay un tráfico terrible. La gente está como loca en la calle.
-No importa- contestó él arrepintiéndose en el momento por
pronunciar palabras vagas. Era la segunda oración y por lo tanto solo le
quedaba una.
El camarero sirvió los cafés. Él colocó el azúcar en las
tazas y ambos se entregaron al movimiento de las cucharitas que giraban dentro
del líquido. Repentinamente él se detuvo y agarro la mano de ella que alzó la
vista sorprendida.
-Yo te imploro, arráncame el corazón o ámame.
Tercera oración y final del discurso. Su mirada –la de él-
quedó clavada en las pupilas de ella. El café continuó girando lentamente
dentro de las tazas, víctima de la inercia y el desinterés de los dos, que se
miraban sin palabras. Ella tragó en seco, apartó su mano dulcemente y fue
inclinando el cuerpo hacia adelante. Su mano antecedía el movimiento paulatino
de todo el conjunto: mano, brazo, cuerpo; como si la dilación fuera la justificación
del acto. Como si toda acción fuera consecuencia de la inercia sufrida segundos
antes por el café. Una concatenación de hechos irrevocables.
Cuando la mano tocó el pecho de él, sintió el calor que
desprendía su cuerpo, como una suave bienvenida. Una indulgente invitación a
penetrarlo. Ella clavó sus dedos dispuestos en círculo y se fue hundiendo sin
apenas notarlo. La carne fue tragándose las falanges y parecía como si fuera el
pecho quién violentamente devorara su mano. Esa mano de mujer que se perdía
rompiendo el tórax, hasta llegar al músculo deseado. El corazón estaba allí, en
su habitual empeño de recoger sangre e impulsarla. La mano lo bordeó sin
querer, en principio, tocarlo, solo sentir las vibraciones y vaivenes. Imaginar
válvulas y ventrículos, aurículas y arterías, segundos antes de ser
desprendidos de su origen. Bien valía la pena cerrar los ojos y dejarse andar
en el goce del tacto, pero la mano, incapaz de detenerse, fue cerrando el
círculo hasta percibir que su piel se humedecía y comenzaba a bombear al compás
del músculo danzante. En ese momento, algo parecido a un temblor recorrió el brazo,
pero este ya comenzaba su recorrido a la inversa. El corazón aferrado a los
dedos y el pecho despedía a la mano intrusa que escapaba. Todo muy lentamente.
Hay tardanzas que bien merecen un poema.
Cuando los ojos de ella pudieron ver su mano, no supo
definir si era sorpresa o alegría. El corazón de él estaba allí, aun latiendo.
De la masa muscular se desprendían líquidos que corrían, mano abajo, hasta caer
hechos gotas en el piso. Ella no supo qué decir. Era demasiado hermoso,
demasiado inusual. Le dedicó su mirada por varios minutos esperando que en
algún instante dejara de latir; pero el corazón seguía inmutable. Como si su
ordinario afán de bombear no necesitara más qué del propio concepto. Tu deber
es latir: ¡entonces late! Y él continuaba sus rítmicas contracciones y
dilataciones al vacío.
Ella comenzó a inquietarse. Había, sin dudas, que hacer
algo. Arrancar un corazón no se justifica con el mero hecho de la observación.
En la simbología de los enamorados, los sentimientos se esconden dentro de este
pedazo de carne. Si pudiera determinar –pensaba ella- si fuera capaz de
descubrir dónde estaban las pasiones, bastaría con arrancarlas. Cortar las arterias
que conducían a la expansión de tanto
afecto. Detener la contaminación del resto del organismo, hacerlo olvidar que
alguna vez latió por ella. Su rostro se acercó a la mano y comenzó una
minuciosa práctica de olfateo. Con los ojos cerrados, la nariz recorría todos
los espacios para tratar de reconocer su propio perfume o algún aroma conocido.
El corazón olía a humedad y cosas vivas. Nada revelador. Luego paso al oído. La
oreja se movía lenta y a su paso sentía un ritmo pianissimo. Como de reloj oculto bajo la almohada. Basta hacer
silencio para escuchar, tic-tac, o bom- bum. Continúa latiendo para anunciar
que vive.
Pensó ella, que vista su incapacidad no valía la pena
mutilar al azar a un corazón tan obstinado. Podría, en cambio, comérselo.
Engullirlo todo y hacerlo hacer en su
organismo. Dejar que sus jugos gástricos se encargaran del proceso, que
partieran los pedazos digeridos y cada uno tomara rumbo propio. Con esto claro
corría el riesgo de absorber tóxicos. Si tenía mala suerte los fragmentos del
amor de él, hechos sustancias, podrían comenzar a circular en sus venas. Y en
una de esas hasta le podría sobrevenir un ataque de narcisismo. Se imaginó
caminando por la calle y que, de repente, sin poder evitarlo, le entraran ganas
de besarse y así sin más en medio de esta acariciarse desenfrenadamente. Una
escena sin dudas alarmante. Permitir que el corazón de él se esparciera en su
interior no la liberaba del problema, sino que conducía a otro probablemente
peor.
El músculo continuaba bombeando cada vez más acomodado
dentro de su mano. Como si siempre hubiera sido este su recinto. Entonces fue
que pensó en tirarlo a la basura. Saldría caminando del bar con naturalidad
simulando quién camina comiendo algo y de repente pierde el apetito. Solo se
trataba de alzar la vista y localizar el cesto más cercano. Esa sería una buena
manera de librarse del problema. Solo que sospechaba y, con buenas razones, que
el problema seguiría latiendo y
contagiando con sus contracciones a todos los desperdicios a su alrededor.
Imaginémonos que en una de esas ya avanzada la noche, vinieran vagabundos que
hurgaran buscando algo que comer. Cuál no sería su sorpresa al encontrar un
buen pedazo de carne. Claro que a esa hora de la noche no se podría adivinar de
qué parte animal provenía el hallazgo. De pronto imagino a un grupo de
indigentes dándose un festín con el. Filete de corazón, o corazón en salsa
verde. El amor de él se multiplicaría. Contagiaría a gente desconocida por
ella, y quién sabe si en la calle comenzaran a perseguirla. Hombres y mujeres
declarándole su pasión, su necesidad de hablarle. Esperándola ocultos tras los
árboles para a su paso regalarle flores y miradas lánguidas. Organizando clubes
de admiradores. Una situación insostenible. El amor a veces puede convertirse
en un hastió.
Era extraño, pero aún seguía siendo bello: un corazón en la
mano. Un género viviente, casi inofensivo y ofensivo a la vez. Ella alzó el
brazo inclinando un poco la mano hacia arriba, formando un canal, un pasaje
descendiente por donde podría deslizarse hasta reventar contra el piso. Era demasiado
hermoso. El corazón aferrado a su mano latía sin cesar, sin pausas intermedias, sin importarle nada. O importándole
todo. Quizá el hecho de latir acompasadamente no era más que un signo de
desesperanza. Un intento suicida de ganarse el derecho a seguir latiendo. La única
cosa que sabe hacer un pobre corazón es contraerse y dilatarse y este lo sabía
hacer perfectamente. Tal vez tirándolo a los perros dejaría de moverse. Los perros
de la calle que andan oliendo los rincones y metiendo la nariz en todas partes.
Podrían comérselo de un tirón, casi sin masticarlo y luego lamerían el piso
para no dejar huellas. Era una opción posible. ¿Cómo reaccionaría un corazón
enamorado dentro del vientre de un perro? Otro problema de contaminación,
naturalmente. Si había algo que ella no soportaba era que un perro le lamiera
el rostro. Y si era de esos que le aúllan a la luna, en cada luna llena estaría
obligada a comprarse tapones para los oídos. El perro dicen que es el mejor
amigo del hombre. El más servil –pensaba ella- y si, para colmo, estaba
enamorado, no se libraría de la salivación constante y el movimiento dela cola.
Además, con el olfato que tienen los animales, no podría esconderse. De un
hombre se puede escapar, pero de un perro, te sigue hasta el fin del mundo.
“Arráncame el corazón o ámame”. Su primera reacción había
sido la más sensata, y el resultado estaba en su mano. Desde hacía mucho tiempo
intentaba decirle que no lo amaba. Es más, casi llegó a detestarlo por sus
peroratas interminables. Esa manía de colocar una palabra encima de la otra, y
otra más, y así construir un castillo que luego terminaría por caerle a ella en
la cabeza. Ella que, por no escucharlo más, aceptaba su mano y dejaba pasar el tiempo. Pensando que
quizá al otro día encontraría razones convincentes. Los motivos del desamor
suelen ser más complicados. Uno dice: “de pronto dejé de amarte”, pero entonces
vienen los “¿Por qué?” Y es justamente la evasión a esa pregunta la que
antecede la omisión de la sentencia.
Tuvo ganas de levantarse, tirar el corazón al piso y saltarle
encima. Aplastarlo con el peso de su cuerpo. Ver cómo los latidos iban cesando
mientras sus tacones arrancaban los pedazos. Y luego, si entraba la policía, no
dejarse agarrar. Saltar más fuerte, esquivar las manos de otros, no permitir
interrupciones en la tarea de asesinar a un corazón tan terco.
Pero el era casi tierno. Era pequeño y frágil y entonces
sintió que su corazón –el de ella- se achicaba conmovido. Experimento el
encogimiento de su músculo. La languidez de sus palpitaciones y un inoportuno
malestar. El corazón de él latía siempre con más fuerza, no era capaz de
entender cómo era posible tanta determinación. Ella acercó su boca y lo besó. Contempló
por última vez sus movimientos: se contrae, se dilata. Tarea fácil –se dijo
haciendo un gesto de rechazo-. Difícil es latir de desamor.
Entonces su brazo empezó a moverse lentamente. Casi guiado
por instinto fue acercándose al pecho abierto. Se introdujo en el agujero y
volvió a sentir la humedad del interior. No tuvo necesidad de movimientos
bruscos porque el músculo se deslizó precipitadamente. Como quien regresa a
casa, abandono la mano sin muestras de cortesía y reanudó la fiesta del bombeo
irrefrenable.
Había sido débil, una vez más perdió su oportunidad de ser
libre, libre de la tiranía de un corazón enamorado. Ahora solo quedaba
pronunciar las palabras de siempre y esperar a que él rebatiera como de
costumbre. Que le hablara del amor y construyera todo un paraíso del que ella
no sería capaz de escapar. Bastaba acomodarse, encender un cigarro y la mente
volaría por medio de las palabras. Ella detestaría que el reloj continuara
caminando mientras el otro hablaba sin cesar, pero no importaba. Su corazón se
hacía pequeño. Se volvía incapaz de detener con sus latidos, los latidos de
aquel, incesante y caprichoso.
Suspiró tolerante. Retiró la mano deprisa y limpió su
humedad con el borde del mantel. Entonces bebió el café y suspirando de nuevo,
colocó los codos encima de la mesa.
-¿No vas a decir nada más?
-Dijiste que hoy hablarías tú, yo ya consumí mis tres
oraciones.
Ella sonrió amablemente.
-¡Qué exagerado eres hombre!, pero si así lo quieres, hablo
yo. Quiero decirte que… Debemos terminar.
Él hizo un intento de suspiro que terminó en una mueca. Tomó
la taza de café y bebió de un golpe, para volver a recargarse. Ella lo
observaba inquieta.
-¿No vas a preguntar por qué? Tienes derecho a otra oración,
¿sabes?
-¿Por qué?
-Porque ya no te soporto.
Dijo esas palabras tomando un cigarro de la caja. Del otro
lado no llegó respuesta alguna. Ella se recargó cómodamente y comenzó a
tamborilear con los dedos encima de la mesa. Entonces él levantó la vista. La observó
con cierta lentitud mientras los minutos pasaban sin palabras. Quiso definir en
su rostro cada mínimo detalle, descubrir la huella de aquello que lo sedujo la
primera vez que se vieron. Ella callaba y esto seguramente atrajo su atención. Entonces
se preguntó si en realidad la amaba. Aún más importante, por qué la amaba. El reloj
seguía contando y solo se escuchaba el tamborilear de los dedos en la mesa. Era
aburrido. Era absolutamente tedioso estar en compañía de alguien así. Se sintió
raro, mareado, como quien despierta de golpe de un sueño muy largo sin saberse
aun despierto. Si al menos tuviera oportunidad de expresarse, la situación
tomaría sentido, pero ella tan terca no quería palabras. Entonces descubrió, no
sin cierto fastidio, que tendría que encontrar otra persona. Ella ya no le
gustaba más. De hecho, comenzaba a detestarla por su frialdad y total
indiferencia.
Cuando se levantó metiendo la mano en su bolsillo, ella no
supo qué decir. Él sacó la cartera y colocó encima de la mesa el dinero del
café. Entonces ella, agarrándolo del brazo, interrumpió lo que sería un gesto
de despedida.
-¿De veras no tienes nada más qué decir?
-Si quieres hablar más tarde, llámame.
Contestó él apartando la mano que le impedía el paso. Ella no
quiso darse la vuelta. Apoyó los codos y reposó sus mejillas encima de las
manos. Sorprendida. Estupefacta. No vio cuando él atravesó la puerta caminando
tranquilamente. Ella fijaba su mirada en las últimas gotas de café que quedaban
en la taza. Y entonces no pudo ver a través de la ventana cómo él se detenía en
medio de la acera, y con naturaleza de gestos, metía su mano derecha en la
parte izquierda del pecho. Ella fijaba las gotas. Él palpó su corazón y lo
extrajo con un brusco ademán. Sin sentir dolor alguno observó la rigidez del
músculo. Espió el cese de sus latidos. Ella comenzó a sentir que otra vez su
pecho se achicaba y un cierto bombear apresurado le invadía el cuerpo. El miró
hacia los lados. ¿Para qué sirve un corazón sin sentimientos? Sin dudas, para
nada. Se aproximó a la esquina y tiró en un rincón el músculo inservible. Entonces
cruzó la calle silbando tranquilamente y, unas cuadras más allá, se perdió en
la entrada del edificio.
Ella continúo mirando las gotas hasta que el camarero vino a recoger las tazas. Se incorporó
confundida. Después de la ruptura tocaba comenzar desde el inicio y eso era
realmente trabajoso. El camarero preguntó si deseaba algo más. Ella requería un
teléfono. Salió del bar sintiendo su corazón pequeño y lleno de culpas. Su cuerpo,
todo, se encogió de pena. Sus oídos precisaban amor, aunque fuera simplemente
construido de palabras. En la esquina encontró el teléfono. Marcó el número y
del otro lado él contestó. Ella suspiró pacientemente dispuesta a escuchar. Los
minutos continuaban pasando sin prisa y mientras tanto, vio cómo se acercaba un
perro callejero. Lo observó sentarse frente a ella, mostrándole su lengua. Jadeante
y con un persistente movimiento de la cola, el perro la miraba. Insistentemente,
la miraba.